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¡Que no ardan las bibliotecas!

¡Que no ardan las bibliotecas!

¡Que no ardan las bibliotecas!

Hay un día para rendir homenaje a las bibliotecas, un día que debe multiplicar los cantos de todas las jornadas, la puerta abierta, los libros en el estante y la mano que abra las páginas de un paisaje o una memoria.

Dice un proverbio yoruba que cuando muere un anciano arde una biblioteca, pero ¿cuántos antiquísimos saberes y fuentes de humanidad ardieron cuando las llamas devoraron la biblioteca de Alejandría?

Todavía en Sarajevo de 1992, cuando una guerra destruye una biblioteca y mueren personas inocentes, Vedran Smailovic devuelve la dignidad a los que mueren, y delante de los escombros,  a violonchelo limpio, levanta El Adaggio de Tomasso Albinoni. Es que una biblioteca es el símbolo de lo que eleva al hombre más allá de las bestias, y cuando arden caen los pedazos de la memoria humana.

Y eso lo supo Martí, que no disponía en los primeros años de estudiante de una biblioteca personal y se sumergía con desespero entre los libros de Mendive, o en los que encontraba en casa de su amigo Fermín Valdés Domínguez; y desde prisión solo pedía libros de historia universal.

Hay bibliotecas grandes y famosas, otras pequeñas, humildes; otras más íntimas que se aferran a los hogares y nos acompañan como trozos de la piel que se niegan a zafarse. Recuerdo con cariño bibliotecas silenciosas donde hundirse en los libros es una aventura que rompe las fronteras de la tierra y los tiempos.

Con orgullo llevo en la memoria la biblioteca de Nueva Gerona, y a aquella bibliotecaria cuyo nombre se me pierde entre los libros, dando respuesta diligente a cada solicitud de búsqueda, procurando  un libro y todos los que pudieran ser familia del mismo contenido; es que los que trabajan ahí deben ser personas cultas y sensibles, y aquella mujer lo era.

Nunca dijo Martí, que robar un libro no es robar. Pero en las bibliotecas no faltan los que robaron libros de manera furtiva, o no devolvieron un préstamo, pequeñas dosis de egoísmo de los que llevaron para sí libros ajenos.

Es conocida la historia, que tal vez no pase de una anécdota didáctica, del padre que antes de morir deja a su hijo su inmensa biblioteca, pero le exige una condición: No prestar nunca un libro. Ante la pregunta del hijo, que quiere saber la razón de tal determinación, la respuesta: ¡Porque todos esos libros que ves son prestados!

Ahora, las bibliotecas ya no son el recinto donde se reúnen tantas manos sobre los libros. Hay demasiado silencio y el polvo se apodera de los rincones, las páginas se aprietan sin que a un libro lo zafen del estante.

Cierto, ahora hay bibliotecas digitales y en una memoria flash cabe una enorme cantidad de textos de las más diversas disciplinas. Mas hay algo que no muere en el pequeño templo de los libros porque es una bandera para que los hombres se encuentren y dialoguen, en pos de que la cultura sea la geografía espiritual donde se acerque a su pasado y se eleve por encima del nivel de su tiempo.

Es preciso llevar la tertulia a las bibliotecas, y sin echar al cesto los celulares, tocar un libro como quien toma la memoria de un ser vivo. Y leer un poema entre todos, por ejemplo un poema de Vallejo, para que la humanidad, de un golpe, se incorpore.

Y que el hombre, en lugar de bombas sobre las paredes de una ciudad desnuda, deje caer la armadura de una escuela para que no  cante el violonchelo ante los escombros del odio, sino que el Adaggio de Tomasso Albinoni salga por las ventanas limpias, calme la bestia que lleva la humanidad, y vuelen los libros hasta la orilla de una puerta, donde vive el misterio, la travesía y la belleza de una casa que congrega a los mortales, en la voz inconfundible de una  biblioteca.

Palabras clave: Bibliotecas, Libros

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